Noche Roja
No me gusta el ulular de los
búhos, nunca me ha gustado ni me acostumbraré jamás a él. Hace años, se
convirtió para mí en el nuevo canto del gallo, en la señal de que otra jornada
empezaba. Y para un novato en ésta farsa, eso va más allá de lo macabro y lo
humillante.
Salgo de mi caja como un
resorte, harto ya de la estasis, y hambriento. Cuando concluya mis tareas,
pienso ir al banco a saciarme. Después de todo, el desayuno es la comida
principal del día, ¿no?
La 677 vuelve a llamar al servicio
de habitaciones. ¿Es que éstos no duermen nunca? Ah, la 433 ya queda vacía.
Habrá que enviar a unos cuantos ghouls a que limpien los destrozos a lametones…
Joder, ya bajan. Como viven los cabrones. Además, ella está de toma pan y moja…
Las 12. Hora de despertar a mister
frac y señora. Menudos frikis, donde se piensan que viven, ¿en el siglo XIX? Descuelgo
el teléfono y marco. Un tono, dos, la voz adormilada de miss frac:
-
¿Sí? – Dijo ella, el brazo delgado y pálido
colgando lánguidamente por el borde del ataúd de estilo victoriano. La voz del
otro lado del aparato sonaba joven, aburrida, cortés e irritada a un mismo
tiempo.
-
Son las doce en punto, madame Templeshire.
Mandaron ser desperezados a ésta hora.
-
Ah, sí. Gracias, Ambrosius.
-
Soy Benítez, madame. – El recepcionista marcó
cada sílaba de la palabra “madame”.
-
Perfecto. Haz que lo preparen todo para
nuestra salida, ya sabes que a mister Templeshire le gusta que todo esté listo
para cuando bajemos.
-
Espléndido, madame.
Carlotta dejó caer el teléfono
nacarado y se volvió en la amplia caja acolchada. El ataúd de al lado todavía
no se había abierto, a su marido aun no le había despertado el hambre. Hacía
siglos que se conocían y siempre tenía mucho más apetito que él. Bueno, después
de todo, los viejos siempre quieren más que los jóvenes, ¿no?
Aunque eso no importaba, lo
amaba hasta lo indecible, y llevaba su apellido con orgullo.
-
¿Amor? – Susurró. Ninguna respuesta. Golpeó
suavemente la tapa de madera con los nudillos. Dentro hubo un rumor y ese gruñido
tan sensual que la hacía estremecer. Su joven bestia estaba despertando – El
desayuno nos aguarda, amor. – Volvió a susurrar, esta vez un poco más alto.
La tapa crujió al ser levantada,
y cayó a un lado colgada de sus bisagras. Un hombretón pálido, repeinado y
vestido pulcramente con un traje de seda y cachemir emergió del interior de la
caja con ademán afectado.
-
¿No quedaron sobras de ayer? – Preguntó,
bostezando.
-
Se han echado a perder, amor. – Carlotta echó
un ojo al diván del otro lado de la habitación. Echadas encima de este,
encadenadas al radiador, dos mujeres de mediana edad la miraban con ojos
vidriosos, las bocas secas y muy abiertas aun goteaban sangre y saliva espesa.
Parecían muñecas de trapo, con las extremidades y el vientre mordisqueados y
abiertos, llenos de costras resecas.
Al salir a la noche, una suave
brisa otoñal envolvió a la pareja más glamurosa de la comunidad en su camino
hacia un volkswagen negro que los esperaba a la puerta del hotel. Los demás
residentes los observaban desde las rendijas. Era la hora de desayunar, y
todos, desde el más rico hasta el más solitario carcamal coincidían en una
cosa: todos debían desplazarse hacia el valle a buscar comida o contentarse con
el plasma que se servía envasado.
Ambos llevaban trajes anticuados
aunque elegantes, y al subir al automóvil él la sujetada de la mano, como un
auténtico caballero. El volkswagen rugió al emprender la marcha, llenando de
humo espeso el patio principal.
Pasaron por delante del cine, en
el que las parejas de clase media recién salidas del banco, los estómagos
llenos de sangre, se congregaban como cada noche a disfrutar una vez más de los
musicales y las comedias románticas que los humanos de antaño filmaron con tan
acertados guiones.
“Esos humanos” Pensó Carlotta
mientras leía la cartelera, aprovechando que el coche se había detenido en un
semáforo. “Se pasaron toda su existencia dándole vueltas a sus propios miedos.
Miedo a ser feliz, miedo a morir, miedo a estar solo. Menos mal que cambiaron
las tornas y tomamos nosotros el relevo, que si no… Menuda debacle. Mira que
títulos…”
El cartel luminoso proyectaba
esa semana Sonrisas y lágrimas, My fair
lady, La boda de mi mejor amigo y El
diario de Bridgett Jones. Soporífero.
El asfalto dejó paso a una
carretera de gravilla, y ésta a un desvío sin asfaltar lleno de baches que los
condujo poco a poco a las entrañas del valle, territorio de caza predilecto de
la clase pudiente.
-
¿Tienes hambre? – Preguntó su marido, con
aire distraído.
-
No especialmente, pero ya sabes. La emoción
de cazar junto a mi hombre – Respondió Carlotta apretándole fuertemente la
mano.
-
¿Qué te apetece desayunar hoy, cariño?
-
Hum – Pensó Carlotta – Hace tiempo que no
pruebo sangre de mozo. Del tipo deportista, ¿sabes a lo que me refiero? Un mozo
sanote y sin desvirgar, que aun no se haya enviciado con alcohol ni drogas de
diseño.
-
Estupendo – Respondió él – Busquemos uno
bueno para ti y yo seguiré buscando a mi pelirroja.
-
¡Oh, amor! Sabes que escasean cada vez más,
pero tú sigues en tus trece. – Carlotta se reclinó en el asiento, hastiada. De
pronto recordó algo y miró afuera con interés – ¿Sabes que corren rumores sobre
una nueva religión?
-
¿Religión?
-
Se dice que los pelirrojos son trasladados a
cuevas fortificadas, donde se reúne toda la plata que esos cavernícolas han
podido rapiñar. Allí los veneran. Son sus nuevos dioses y sus nuevos templos.
-
Interesante – Se limitó a decir él. Ella notó
que no la estaba escuchando, así que dejó el tema. Seguramente acabaría
amorrado al cuello de cualquier palurdo sarnoso en cuanto se cansase de
perseguir a mozuelas asustadas y de esquivar chuzos de madera.
-
Señores – Dijo el chofer con voz monocorde –
Hemos llegado a la linde del coto de caza.
-
¡Vamos, amor! Ya puedo olerlos, tan
calentitos en sus camastros…
El clan de los cuervos se
preparaba para otra noche de asedio. Los ancianos, los enfermos y los niños
dormían acurrucados en rudimentarios lechos, dentro de las cuevas, mientras los
adultos fuertes, mujeres y hombres avezados a la odiada oscuridad nocturna, se turnaban
para vigilar las fortificaciones hechas de estacas de madera afilada y plata
forjada en multitud de formas punzantes.
Mientras una buena parte de
ellos ocupaban ordenadamente sus puestos, el resto se reunía en el pozo del
placer, organizando la enésima velada de la fertilidad.
En el clan de los cuervos
primaba la supremacía numérica, cuantos más miembros tuviese la comunidad, más
posibilidades tendrían de sobrevivir a las cacerías de los chupa-sangres. Del
interior del pozo, excavado en el suelo a varios metros de profundidad, empezó
a surgir el acostumbrado coro de gemidos y suspiros fruto de la orgía masiva.
No importaba quien fornicase con quien, mientras fuera rápido y continuado. El
invierno pasado habían sufrido muchas bajas en el sector femenino y en el de
los adultos jóvenes, y las posibles futuras parturientas debían quedar preñadas
para que en el siguiente ciclo tuvieran más cuervos para asegurar la
continuidad de la especie.
-
Va a ser una noche movida, Vesta. – El jefe
de los vigilantes, un hombre cincuentón con varios mordiscos en los brazos y en
el cuello, se volvió para hablar con su compañera de vigilia – Creo recordar
que por éstas fechas celebran una especie de fiesta.
La mujer que lo acompañaba,
joven y de cuerpo musculoso y tonificado, le respondió mientras examinaba
distraída la punta de plata de su lanza:
-
Por mí como si celebran una puta fiesta cada
día, Hank. Los chupa-sangres se toman la cacería como un picnic, da igual la
época del año.
-
Quizás…
-
¿En qué piensas?
Hank bajó la vista, con el
rostro compungido. La luz de la luna lo bañaba y le hacía parecer un soldado
vikingo que estuviese rezando a sus dioses.
-
¿Has oído hablar del clan de más allá de las
montañas?
-
¿Ese cuento de los adoradores de pelirrojas?
En serio, Hank. – Vesta chasqueó la lengua y le dio un porrazo en el hombro.
Hank ni se inmutó. - ¿Lo dices en serio? ¿Crees de verdad en su existencia?
-
Los exploradores dicen que los han visto. Por
lo visto son unos cabronazos asilvestrados que no temen a nada, se han vuelto
salvajes como lobos, ya no usan ningún idioma, y algunos chupa-sangres han
dejado de pasarse por su territorio.
Vesta escudriñó la oscuridad, de
pronto preocupada. Ya había pasado la hora límite, a partir de entonces podía
aparecer el enemigo en cualquier momento.
En las entrañas del valle había
los restos de un antiguo cementerio abandonado. Llegar hasta allí era difícil,
pues la maleza llevaba siglos tragándoselo. De todas maneras, no había nada
habitable cerca, y ni un alma se tomaría la molestia de visitar cuatro lápidas
derruidas y una cripta roñosa. Era el sitio ideal donde un noctámbulo solitario
se acondicionaría un hogar.
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