Aquí la segunda parte de Mal Tiempo. ¡A ver que os parece!
El coche negro atravesaba
las afueras de la silenciosa población de montaña. El paisaje que veían los
detectives a ambos lados de la calle estaba lleno de ricas casas para gente
acomodada. Eran todos barrios residenciales, con las tiendas obligadas de comestibles
y también gran variedad de comercios, para satisfacer cualquier tipo de demanda,
por frívola que fuera.
Mientras cruzaban las
solitarias calles de Montfosc, Ferrell le iba contando a su compañera la teoría
que tenía perfilada y que concernía al caso. Según él, que había estudiado
casos similares en barrios de ese tipo, la tranquilidad, el tiempo libre y
sobretodo la relativa disponibilidad de bienes económicos daban lugar a
crecientes patologías en ciertos residentes que a veces terminaban en psicosis
peligrosas. A veces se había encontrado una casa como las que estaban viendo en
ese momento, llena de cadáveres emparedados en los pasillos, guardados a trozos
en neveras y refrigeradores, o enterrados en jardines.
Ferrell era del parecer
que urbanizaciones como aquella eran un caldo de cultivo para psicópatas en
potencia.
Aquel caso representaba
una parte mucho más oscura y misteriosa del problema.
La dueña de la casa abrió
la puerta después de que hubieran tenido que llamar tres veces al timbre. Tenía
aspecto de cansada, no sólo por el llanto que evidenciaban las oscuras ojeras, sino
por algún otro motivo, que se afanaba en ocultar.
Gruenewald entró primero,
seguida por su compañero. De repente, se oyó en toda la atmósfera un ruido
ensordecedor, como si proviniese de un motor a reacción. Quizás uno de esos
aviones que pueden romper la barrera del sonido pasaba en ese momento por
encima de sus cabezas.
Ferrell observó con
atención el cielo, sin ver nada.
Sólo pasaron hasta la
entradilla del salón. La casa era acogedora y elegante, pero tenía un no se qué
que erizaba los pelos de la nuca. Tanto Ferrell como Gruenewald lo notaron
enseguida. ¿Qué podía ser? Tenían la sensación de que eran observados en todo
momento.
- Usted era la esposa de
Carlos Martínez Borrell, Sandra Corens y Mata. ¿Es verdad?
- Sí, ¿qué es lo que
quieren? Ya lo he explicado todo mil veces a la policía.
- Acabamos de llegar a la
ciudad y todavía no hemos visto nada ni conocemos a nadie. Esperábamos que
usted nos diera su versión de lo ocurrido. - Gruenewald se mostraba mucho más
cercana a la mujer, no tan policial como Ferrell. Esperaba calmar los ánimos.
- ¿Mi... versión? - La
mujer se puso repentinamente nerviosa. Empezó a mirar frenéticamente hacia un
armario que había cerca de la puerta de la cocina, y también al rincón de las
escaleras, que servía de trastero. Su mirada corría de un lado a otro, de forma
enfermiza.
- ¿Le ocurre algo?
- Tendré que pedirles que
se marchen. - Dijo ausente, fijando la vista ahora sólo en el armario.
Gruenewald miró en la
misma dirección y se acercó a los postigos de madera. La mujer no la detuvo, ni
siquiera dirigió la vista hacia ella.
Ferrell, por su lado, miró
distraídamente la consola, que tenía un gran espejo encima. Colgadas de la
reflectante superficie, formando un bonito marco de los recuerdos, había una
serie de fotos familiares. En la mayoría de ellas aparecía el difunto,
acompañado por un muchacho pulcramente vestido, peinado y acicalado. Era tal la
pulcritud de su porte, de sus posturas elegantes; casi dignos del calendario de
El Corte Inglés; que daba un poco de rabia.
- ¿Su hijo? - Preguntó, cortés,
mirando a través del espejo a ratos las fotos, a ratos a la señora Corens.
- Si - Respondió, cansada,
la madre.
- Parece un chico que
irradia formalidad, se le ve una persona bastante cabal.
- Lo es, nosotros estamos...
estábamos muy orgullosos.
- ¿Cómo ha ido digiriendo
la pérdida? - Ferrell se volvió, mirando esta vez cara a cara a la interrogada
- Y ahora que me fijo: ¿A qué se debe que no esté en casa, a esta hora? Tengo
entendido que hoy por la tarde hacen los preparativos para el entierro.
- Por favor, les pido que
se vayan, estoy muy cansada. Seguro que la policía les dará todos los detalles.
- ¿Por qué insiste tanto
en que nos marchemos? – Inquirió Ferrell - ¿Se cree que su opinión no cuenta? Nosotros
no somos la policía, estrictamente hablando. Estamos abiertos a muchas más
cosas de las que piensa.
- Por favor. Váyanse. No
tengo nada más que decir.
- ¿Dónde está su hijo ahora?
- En clase. Por favor...
Gruenewald sintió un
extraño estremecimiento de angustia antes de abrir el armario, como si al
abrirlo encontrara algo inesperado que le saltara encima.
"¿El hombre del
saco?" - Pensó incrédula, y abrió de par en par los postigos.
( Continuará...)
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